01 febrero 2009

DIARIO DE UN OCIOSO
Sábado, 31 de enero de 2009


Han pasado muchos años – más de 25 – desde la última vez que estuve en Ribes de Freser. Mis recuerdos de aquellos finales de verano en compañía de mis abuelos, seguramente no tendrán nada que ver con lo que voy a encontrarme. Pese a eso tengo esa extraña sensación que tenemos cuando volvemos a los lugares en los que fuimos felices.
El viaje confirma mis temores. Lo que recordaba como una aventura es ahora un rutinario viaje en un tren de cercanías. Cómodo – no tan rápido como sería deseable – y funcional, el anodino viaje nos ocupa un par de horas.
Poco después de salir de la estación y mientras empezamos a buscar la manera de llegar hasta nuestro hotel – no hay taxis, ni buses, ni ninguna indicación que nos guíe – la nostalgia me asalta al encontrar el hotel – cerrado por temporada baja – en el que pasé aquellos veranos de hace tanto tiempo. Allí está la piscina – ahora llena de bidones de plástico que la ayudarán a superar las inclemencias climáticas del invierno – y el jardín tal y como los recordaba (algo más pequeños que en mis infantiles recuerdos, pero no tan distintos pese a los años que han pasado desde entonces). También están los ventanales – cerrados como el hotel – tras los que, por las tardes, nos atrincherábamos con una Fanta en la mano para jugar a cartas y a ajedrez.
Superado el momento de nostalgia y la desorientación que tenemos, encontramos el camino hasta el hotel que no está tan cerca como creíamos. La excursión – sobretodo en su tramo final – es larga pero el esfuerzo queda recompensado al llegar a nuestra habitación.

La habitación que han reservado para nosotros (es un regalo de cumpleaños que no hemos podido disfrutar hasta cinco meses después) es una suite fabulosa en el hotel Resguard dels Vents (Cami de Ventaiola, s/n. Ribes de Freser Tel. 972 72 88 66). Hotel Resguard dels Vents en Ribes de Freser
Grande, espaciosa, con los techos altos y un ventanal inmenso que da a la montaña y al pueblo que se ve chiquito a nuestros pies.

Hacemos nuestra la habitación y salimos de excursión con destino a Nuria. La estación del cremallera está a los pies de la cuesta que sube al Hotel. Pocos minutos después llegamos tras ver como un trenecito salía de ella poco antes de llegar. Esperamos cincuenta minutos haciendo un aperitivo en un par cercano lleno de parroquianos.

El viaje en un Cremallera prácticamente vacío es muy agradable. En Nuria hace frío y pese a que hace tiempo que no pisamos nieve, el hambre nos aprieta y decidimos comer en el Hotel (no hay demasiadas más opciones). El buffet del Hotel Serhs Vall de Nuria parece a priori una opción válida pero el resultado no puede ser más desilusionante. Servicio casi inexistente (y cuando aparece – cosa extraña – resulta graciosillo y poco atento), comida triste (a medio camino entre la de escuela y la de hospital), un ambiente desolador y un precio insultante son las características de las que hace gala este restaurante. Nosotros no repetiremos pero espero que leer esto sirva de aviso para otros hambrientos incautos.

De nuevo en marcha – poco reconfortados por el alimento ingerido – decidimos coger el telecabina que sube hasta el albergue del Pic d’Aguila. La meteorología nos ha dejado sin vistas y tras pisar la nieve y tirarnos un par de bolas, emprendemos el largo camino de vuelta a Ribes. Allí damos una vuelta, compramos alguna cosa por si el hambre aprieta en la habitación del hotel y me reencuentro con otros paisajes urbanos que me traen recuerdos de mi infancia: el paseo junto al río, el cine que ahora parece cerrado pese a que mantiene las carteleras – vacías – junto a la puerta, alguno de los bares a los que mis abuelos me llevaban a hacer el aperitivo...

Llamamos al taxista (el único del pueblo) para que nos suba al hotel pero no está en Ribes. Está lloviendo y la subida hasta el hotel es larga y pronunciada. Llamamos al Hotel y nos envían un coche que nos rescata y nos devuelve a nuestra habitación.

El día se apaga y, estirado en el sofá veo como las luces del pueblo se van encendiendo. Como en todo el pueblo se oye ruido de agua y el lejano silbido del cremallera que llega cargado con los últimos esquiadores.

Cenamos en el Hotel. De primero verduras a la brasa que no pasan del correcto. María José ha elegido mejor y su revuelto de ajos tiernos, espárragos y gambas está muy bueno. Pero cuando parece que las expectativas depositadas en la cocina del Hotel no se van a cumplir, aparecen los segundos y empezamos a disfrutar de verdad. La merluza de María José está de miedo pero mi atún a la plancha – con dos mermeladas y aromatizado con sal maldon tostada – es de los mejores que nunca he comido. Espectacular.
Acabamos compartiendo un postre con mucho chocolate que sirve de colofón para una buena cena.

Hora de ir a dormir. Estamos cansados después de muchas horas y muchas actividades. Mañana más.

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