DIARIO DE UN
OCIOSO
Domingo, 25 de
junio de 2017
Y tras la verbena
– como cada año en Graceland y con amigos –, fin de semana de extrema pereza y
pocas ganas de salir (algún paseo corto con Cass y poco más). Películas,
juegos, siestas… y un constipado en plena ola de calor.
He leído el “Cabaret
Pompeya” de Andreu Martín. Fines de semana de festivales y trabajo han hecho
que la lectura se haya prolongado más de lo habitual. “Cabaret Pompeya” es una
novela negra que, sin querer ser histórica, ambienta perfectamente la Barcelona
de la república, de la Guerra Civil y de los primeros y últimos años del
franquismo. Andreu Martín tira de oficio para fabricar una de esas novelas
corales que reflejan una sociedad y su evolución. Una gran novela sobre Barcelona.
Una más.
Hay veces que
lees algo que hace tiempo que quieres escribir. Cuando pasa, tienes dos
opciones: escribes tu propia versión o compartes el texto que cuenta más o
menos lo mismo que quieres contar y que – como es el caso - está firmado por alguien que escribe mejor
que tú.
Gaudí te odia
Carlos Zanon
Ultimamente no
soportamos a nadie. Ahora resulta que alguien ha reparado en que los turistas
no son viajeros. Y en que molestan. Y en que sobran. Como si turistas y
viajeros no hubieran molestado y hubieran sobrado siempre. Me temo que los
despreciamos para no quedarnos fuera de onda. Tenemos tantas maneras de decir
lo que pensamos, que tratamos de pensar todos lo mismo no sea que nos llamen la
atención. Decir que no te molesta el turismo por la Rambla es como decir que te
gusta el cine de Almodóvar. Pudo estar bien, pero ya no. Soplan brisas de
añoranza de un mundo adánico donde Peret cantaría a Víctor Jara y en las
mercerías se seguirían vendiendo botones y cremalleras.
Quizá no nos
guste que exista el turismo como ocio. O no aguantamos a nadie que no esté a
nuestra altura. De todos es sabido que los barceloneses cuando viajamos nunca
hacemos turismo. Ni buscamos hoteles baratos, comer de cualquier manera y
entrar en manada en cualquier ruina, comercio o bar siempre y cuando no se
cobre entrada. Los barceloneses somos viajeros indómitos al tiempo que
educados, de nivel económico alto sin que se note y compramos libros en
Shakespeare & Co. y bailamos milongas en la Catedral del Tango. Una vez
corrió la leyenda urbana de que un barcelonés había bostezado en el Museo
Británico y que otro repartió bolígrafos a niños en Zambia, pero resultó que el
primero era de Sabadell y el segundo lo que repartió fueron poemas de Joan
Salvat-Papasseit. El barcelonés sólo se permite ser turista, almogávar y
colonial, cuando viaja a las Baleares pero yo estuve en Eivissa de adolescente
y he de callar.
El turista no es
culpable de nada. Quizás de su atuendo y sus chanclas, su querencia a una
gastronomía autodestructiva, el ansia de sol sin protector y de alcohol sin
vesícula biliar. Ves atravesar entes tipo cigüeña, disimulando –sin
conseguirlo– su pinta de guiri, bajo dianas y balas, pintadas que los envían a
casa o les dicen que Gaudí los odia. ¿Qué puede haber más cruel que irte a la
cama pensando que Gaudí te odia? Nada. Quizás debamos replantearnos cómo
asimila el turismo una ciudad –ejem, perdón– de pequeñas dimensiones como la
nuestra. Un rollo tipo Contrabandistas de Moonfleet creo que funcionaría a la
perfección en Barcelona. El plan sería que, a eso de las tres de la mañana,
serían desembarcados los turistas, en botes de remos, en la playa del Bogatell.
Dejarían todo su dinero a músicos callejeros y empleados de CaixaBank a la
espera de sucursal. Los turistas serían gente de posibles, nunca millonarios
porque un turista millonario es, simple y llanamente, despreciable. Mediante
túneles bajo tierra los guiaríamos antes de amanecer a visitar el parque de la
Oreneta, ópticas de Via Júlia y curvas de Can Caralleu. Un grupo de cada veinte
podría ver salir el sol desde el Park Güell, y por sorteo, tocaría desayuno en
el Glaciar. Después, túnel, bote y a las nueve en el barco otra vez, escondidos
hasta la noche. Los que viniesen en avión podrían coger metro hasta Bogatell,
claro.
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