24 junio 2004

DIARIO DE UN OCIOSO
Miércoles, 23 de junio de 2004


De nuevo estoy en el club, el sol calienta más que los últimos días y el mar está en calma. Me he dejado las gafas de sol en casa y leer resulta imposible. No tengo más remedio que cerrar los ojos y entregarme al feo vicio de escuchar conversaciones ajenas. Junto a mí, dos de las habituales hablan de lo cara que está la comida y de lo mucho que ha cambiado el tiempo – los inviernos ya no son como antes-. Una de ellas lleva una impresionante gorra amarilla hecha de ganchillo.
Por la tarde, con María José, vemos “Los Soprano”. Nos estamos acabando la segunda temporada que, como todo lo bueno, ha ido de menos a más.
Hoy es la vigilia de San Joan. Hemos quedado para cenar en casa de Albert y Esther en compañía de un grupo de amigos. María José y yo nos encargamos de comprar las cocas.
Al llegar a la casa hay un poco de confusión. Anna y Jaume han sido los primeros en llegar a la puerta de casa y al no encontrar a nadie han decidido llamar por teléfono para ver donde estamos los demás y por qué la casa parece cerrada. La casa parece cerrada porqué en S’Agaro –donde ellos están esperando – no hay nadie y todos los demás estamos llegando a casa de Albert en Barcelona.
Nos hemos quedado sin la compañía de Anna y Jaume y (también importante) sin embutidos.
Por suerte los demás (Marta, Miquel, Neus, Andreu, Ivan y Mani) llegan sin problemas.
Primero cenan los pequeños (María, Laura y Nacho) y, cuando se duermen, subimos a la terraza y empezamos a cenar mientras en los terrados vecinos no paran de lanzar cohetes y tracas.
En la sobremesa vuelven las viejas historias mezcladas con las noticias (por suerte todas buenas) del resto de amigos del grupo que hoy no han podido estar aquí.
La frecuencia de los estallidos a nuestro alrededor va decreciendo dejando paso a una calma agradable. Una brisa suave hace que en la terraza se esté bien y dejamos que la noche transcurra lentamente.
Al final, antes de volver a casa, Albert nos engaña para traer un limonero desde una terraza vecina. El limonero pesa mucho pero al final – y entre risas – conseguimos moverlo hasta su emplazamiento definitivo. Creo que la cena era la excusa para hacernos mover el (¿jodido? ¿puto?) limonero.
Aunque estamos en la otra punta de la ciudad y es muy tarde, decidimos volver caminando. Cuando nos acercamos a casa el cielo empieza a clarear. A las seis nos acostamos.

No hay comentarios: